La raíz musical en la gran variedad sonora del folclor de Venezuela y del resto de los países suramericanos y del Caribe, tiene su origen en el fandango andaluz, cuando en el siglo XVII en esas tierras se aclimataron danzas afroamericanas, como la zarabanda, la chacona, el fandango y el cumbé, para convertirse en expresiones genuinas de los pueblos del sur de España y de la Europa central.
El fandango gaditano -nombre fenicio de Cádiz- se expandió por toda Andalucía desde los inicios del 1600, dando lugar al fandango de Huelva, al de Ronda (La rondeña), al de Málaga, (La malagueña), al de Sevilla (La sevillana), al de Murcia (La murciana), y a tantos otros como pueblos sucumbieron ante su inevitable conquista. Ante tal fuerza, el fandango y sus múltiples variantes toponímicas adquirieron un profundo acento hispano con su rítmica aportada por la guitarra, la bandurria y el laúd; y desarrolló un baile de parejas que quedó sembrado en el alma del pueblo español.
Fue tal la contundencia del fandango que atravesó mares y en esta región de América nos regala como fruto de su riqueza rítmica y melódica el “fandaguito” y el huapango mexicano, el joropo de Venezuela y Colombia, la zambacueca peruana, la cuenca chilena y la zamba argentina. Todas ellas, bajo el cortejo amoroso que caracteriza el baile en parejas, conservando la raíz africana que le asocia con una danza de fecundidad nacida en Guinea.
En Venezuela, el fandango como baile se fusionó con el joropo como terminología para identificar esas parrandas y fiestas propias del llano y del llanero; las que resultaron ser “escandalosas” a los ojos del español, al punto de ser prohibido por el Consejo de Castilla en el año 1640, junto a otras danzas llamadas despectivamente “indianas amulatadas”.